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Cristóbal Toral, La abdicación, 2014 (dimensiones variables) Escultura - instalación estudio |
Querido
amigo, José Luis,
en tu
anterior carta veo dos partes bien diferenciadas: en la primera,
indicas algunas cuestiones referidas al funcionamiento de las
democracias actuales, y en la segunda, apelas a la necesidad humana
de vivir desde de un relato que nos aporte la esperanza suficiente
para poder vivir bien. Trataré de referirme a ambos asuntos, pero
con la conciencia de que ser exhaustivos nos llevaría todavía
algunas cartas más...
Volvemos
a un argumento anterior: cualquier ciudadano tiene el derecho (y el
deber) de ejercer la política. Y todo ciudadano está capacitado
para ello. Así es. Esto ya lo sabían por experiencia quienes
experimentaron por primera vez la democracia, los ciudadanos
atenienses, protagonistas del aquel experimento social e histórico
que duró, con breves paréntesis autoritarios, más de doscientos
cincuenta años, si contamos desde las reformas de Solón. La
democracia supone una confianza plena en las capacidades de
los propios ciudadanos para poder gobernarse. Y sabemos, por
experiencia, que cuando esta confianza en las capacidades del
ciudadano medio decae, comienza a abrirse la puerta de entrada para
los autoritarismos, totalitarios o autocráticos. Se convierte en la
escusa propiciatoria: “(el pueblo, ellos) no son capaces de
gobernarse a sí mismos y necesitan de alguien que los dirija, y...
aquí estamos yo/nosotros para poder gobernarlos”.
Ahora
bien, no hablábamos de habilidades prácticas o conocimientos, que
pueden ser aprendidos de otros, como bien dices. Cuando hablábamos
de educación política y nos preguntábamos ¿quién debe
gobernar?, nos referíamos a otra cosa: al desarrollo de las
virtudes políticas o ciudadanas (personales y sociales) que
fortalezcan un sistema democrático orientado al bien común, hacia
lo mejor de que seamos capaces en cada momento histórico.
“Demokratía”, ya en el famoso discurso fúnebre de Pericles, no
significa verdaderamente “el gobierno del pueblo”, sino el
gobierno “a favor (o al servicio) del pueblo”. Por eso, en su
diseño de un estado justo (con sus carencias; igual que las tenía
la democracia griega y que son de todos conocidas: no todas las
personas eran ciudadanos, ni los esclavos, ni las mujeres, ni los
metecos), nos decía Platón que debe gobernar, o ejercer
responsabilidades públicas, quien menos desea gobernar. Es
decir, que se ejercen dichas responsabilidades públicas o políticas
por deber o responsabilidad y no por el interés propio, del tipo que
sea. Y en esto hemos de formarnos, si queremos ejercer un cargo
público como ciudadanos: la comprensión de la política como un
servicio público y no otra cosa, como abunda en nuestros
días.
Hablas de los partidos políticos. Ay, esto daría para mucho...
Como insinúas, es posible que los partidos políticos sean las
instituciones menos democráticas que conocemos actualmente. Y esto
es una desgracia porque, en lugar de ser un medio para servir
de cauce a ideas, opciones y propuestas, encaminadas a la resolución
de los problemas de la vida comunitaria y de los conflictos entre
comunidades, resulta que los partidos políticos se han convertido,
en la práctica de la política diaria, en el principal escollo para
resolver dichos problemas y conflictos. Diríase que los partidos
políticos plasman, con sus hechos, una sola ideología (aunque en la
superficie aparezca otra cosa): son todos conservadores en el
fondo, pues tratan, denodadamente, de conseguir el poder a toda
costa y luego mantenerlo como sea, siguiendo a menudo el principio
maquiavélico de “el fin justifica los medios”,
desconociendo cómo los medios empleados pueden llegar a pervertir la
finalidad perseguida. Son diferentes los partidos políticos, sí,
pero sus prácticas y estrategias se parecen tanto como se parecen
entre sí los hermanos gemelos, o cuando menos, mellizos. Basta que
uno se fije, no solamente en lo que dicen públicamente, sino en lo
que hacen. O, incluso, si escuchamos con distancia sus reacciones e
intentos de defenderse de acusaciones, por ejemplo, acusaciones de
corrupción política. En fin, que los partidos merecerían un
capítulo aparte, y lo más importante, una intensa reforma sobre sus
finalidades y su organización interna, si queremos vivir en una
democracia de calidad.
Tú
lo has dicho claramente: ¿quiénes son las personas que ascienden en
la jerarquía de los partidos políticos?, ¿cómo alcanzan las
cúpulas de los partidos o son nombrados candidatos en las
elecciones? No parece que sean sus capacidades para contribuir al
bien común o sus cualidades para cumplir con el servicio público
que debería ser la política, como hemos dicho, las que determinan
habitualmente quiénes llegan a ostentar los cargos públicos o en
sus respectivos partidos; más bien, parece regir una especie de
selección natural (o cultural, mejor dicho): todas aquellas
personas valiosas que podrían aportar mucho a la comunidad, pero que
no casan (o no se casan) con los usos y costumbres (manera suave de
referirnos a la selva interna) de los partidos políticos, esas
personas, decíamos, se van cansadas cuando comprueban que sus
propuestas se estrellan contra un muro impenetrable, o bien, las
apartan o las echan siguiendo estrategias rastreras como las que tú
señalas u otras más sutiles. De manera que los que se quedan y
perseveran, durante años y años en los partidos políticos al uso,
no es que sean iguales, como reza el tópico popular del desarraigo
político entre la ciudadanía, no son iguales, pero están cortados
por la misma tijera, en la mayoría de los casos. No son iguales,
pero actúan de un modo equivalente, mutatis mutandi.
Siento decirlo así, pero es la evidencia que se observa.
Y, ya
para acabar esta larga carta, vamos ahora con el tema del relato que
necesitamos, para que podamos sentir el mundo con sentido. Veo muy
adecuado tu desarrollo, y no me extenderé por lo tanto en esta
cuestión. Solamente, haré un par de comentarios dejando el espacio
suficiente para el lector o la lectora. Filosofía es lo que
estamos haciendo aquí, puesto que su núcleo es el diálogo lúcido
y consciente: lo que tratamos de hacer nosotros y con nuestros
potenciales lectores. Así que la filosofía nunca queda fuera de
lugar, porque lo filosófico no son las respuestas, solamente, sino
el modo en que se ha accedido a ellas, la actitud filosófica; y esto
puede ser recogido en preguntas, que no solamente son preguntas, sino
modos nuevos de mirar lo que vivimos.
¡Y si hay que decir que el emperador está desnudo, pues lo decimos
con todas sus letras y toda su entonación! Lo más importante como
seres humanos es poner conciencia
en todo aquello que vivimos, tanto en lo privado como en lo público.
Y
esta lucidez, siempre renovada y atenta, es la que nos catapulta
hasta la esperanza: cuando somos capaces de ver (un poco) más claro
quiénes somos y cómo
queremos vivir como sociedades
humanas en este planeta único, entonces, esta “narrativa”, que
no es una narrativa, sino una actitud que genera nuevas narrativas,
entonces, la esperanza se va abriendo camino en la vida. Como ahonda
María Zambrano, en el capítulo “Las raíces de la esperanza” de
su libro Los bienaventurados,
la
esperanza sostiene a la vida y la confianza sostiene a la esperanza
(como decíamos al comienzo de esta carta: confianza en los demás,
en el fondo de sus cualidades, una confianza básica en la vida, que
puede ejercitarse); por su parte, la esperanza se desarrolla a través
de estos dos pasos, la aceptación y la ofrenda, que consisten en
recibir y dar, respectivamente, como en el movimiento del corazón,
como en el movimiento de la respiración. ¿Te gusta este relato,
para un futuro mejor de la humanidad? Sigamos hablando, pues,
nosotros de los medios necesarios para un tal aprendizaje de la
esperanza. Y en ese caso, hasta la vuelta, querido amigo.
Antonio Sánchez