Fuente Hondera (Capileira)

15 noviembre 2025

Sobre la democracia 8/8

Cristóbal Toral, La abdicación, 2014
(dimensiones variables) Escultura - instalación estudio

Querido amigo, José Luis,

en tu anterior carta veo dos partes bien diferenciadas: en la primera, indicas algunas cuestiones referidas al funcionamiento de las democracias actuales, y en la segunda, apelas a la necesidad humana de vivir desde de un relato que nos aporte la esperanza suficiente para poder vivir bien. Trataré de referirme a ambos asuntos, pero con la conciencia de que ser exhaustivos nos llevaría todavía algunas cartas más...

Volvemos a un argumento anterior: cualquier ciudadano tiene el derecho (y el deber) de ejercer la política. Y todo ciudadano está capacitado para ello. Así es. Esto ya lo sabían por experiencia quienes experimentaron por primera vez la democracia, los ciudadanos atenienses, protagonistas del aquel experimento social e histórico que duró, con breves paréntesis autoritarios, más de doscientos cincuenta años, si contamos desde las reformas de Solón. La democracia supone una confianza plena en las capacidades de los propios ciudadanos para poder gobernarse. Y sabemos, por experiencia, que cuando esta confianza en las capacidades del ciudadano medio decae, comienza a abrirse la puerta de entrada para los autoritarismos, totalitarios o autocráticos. Se convierte en la escusa propiciatoria: “(el pueblo, ellos) no son capaces de gobernarse a sí mismos y necesitan de alguien que los dirija, y... aquí estamos yo/nosotros para poder gobernarlos”.

Ahora bien, no hablábamos de habilidades prácticas o conocimientos, que pueden ser aprendidos de otros, como bien dices. Cuando hablábamos de educación política y nos preguntábamos ¿quién debe gobernar?, nos referíamos a otra cosa: al desarrollo de las virtudes políticas o ciudadanas (personales y sociales) que fortalezcan un sistema democrático orientado al bien común, hacia lo mejor de que seamos capaces en cada momento histórico. “Demokratía”, ya en el famoso discurso fúnebre de Pericles, no significa verdaderamente “el gobierno del pueblo”, sino el gobierno “a favor (o al servicio) del pueblo”. Por eso, en su diseño de un estado justo (con sus carencias; igual que las tenía la democracia griega y que son de todos conocidas: no todas las personas eran ciudadanos, ni los esclavos, ni las mujeres, ni los metecos), nos decía Platón que debe gobernar, o ejercer responsabilidades públicas, quien menos desea gobernar. Es decir, que se ejercen dichas responsabilidades públicas o políticas por deber o responsabilidad y no por el interés propio, del tipo que sea. Y en esto hemos de formarnos, si queremos ejercer un cargo público como ciudadanos: la comprensión de la política como un servicio público y no otra cosa, como abunda en nuestros días.

Hablas de los partidos políticos. Ay, esto daría para mucho... Como insinúas, es posible que los partidos políticos sean las instituciones menos democráticas que conocemos actualmente. Y esto es una desgracia porque, en lugar de ser un medio para servir de cauce a ideas, opciones y propuestas, encaminadas a la resolución de los problemas de la vida comunitaria y de los conflictos entre comunidades, resulta que los partidos políticos se han convertido, en la práctica de la política diaria, en el principal escollo para resolver dichos problemas y conflictos. Diríase que los partidos políticos plasman, con sus hechos, una sola ideología (aunque en la superficie aparezca otra cosa): son todos conservadores en el fondo, pues tratan, denodadamente, de conseguir el poder a toda costa y luego mantenerlo como sea, siguiendo a menudo el principio maquiavélico de “el fin justifica los medios”, desconociendo cómo los medios empleados pueden llegar a pervertir la finalidad perseguida. Son diferentes los partidos políticos, sí, pero sus prácticas y estrategias se parecen tanto como se parecen entre sí los hermanos gemelos, o cuando menos, mellizos. Basta que uno se fije, no solamente en lo que dicen públicamente, sino en lo que hacen. O, incluso, si escuchamos con distancia sus reacciones e intentos de defenderse de acusaciones, por ejemplo, acusaciones de corrupción política. En fin, que los partidos merecerían un capítulo aparte, y lo más importante, una intensa reforma sobre sus finalidades y su organización interna, si queremos vivir en una democracia de calidad.

Tú lo has dicho claramente: ¿quiénes son las personas que ascienden en la jerarquía de los partidos políticos?, ¿cómo alcanzan las cúpulas de los partidos o son nombrados candidatos en las elecciones? No parece que sean sus capacidades para contribuir al bien común o sus cualidades para cumplir con el servicio público que debería ser la política, como hemos dicho, las que determinan habitualmente quiénes llegan a ostentar los cargos públicos o en sus respectivos partidos; más bien, parece regir una especie de selección natural (o cultural, mejor dicho): todas aquellas personas valiosas que podrían aportar mucho a la comunidad, pero que no casan (o no se casan) con los usos y costumbres (manera suave de referirnos a la selva interna) de los partidos políticos, esas personas, decíamos, se van cansadas cuando comprueban que sus propuestas se estrellan contra un muro impenetrable, o bien, las apartan o las echan siguiendo estrategias rastreras como las que tú señalas u otras más sutiles. De manera que los que se quedan y perseveran, durante años y años en los partidos políticos al uso, no es que sean iguales, como reza el tópico popular del desarraigo político entre la ciudadanía, no son iguales, pero están cortados por la misma tijera, en la mayoría de los casos. No son iguales, pero actúan de un modo equivalente, mutatis mutandi. Siento decirlo así, pero es la evidencia que se observa.

Y, ya para acabar esta larga carta, vamos ahora con el tema del relato que necesitamos, para que podamos sentir el mundo con sentido. Veo muy adecuado tu desarrollo, y no me extenderé por lo tanto en esta cuestión. Solamente, haré un par de comentarios dejando el espacio suficiente para el lector o la lectora. Filosofía es lo que estamos haciendo aquí, puesto que su núcleo es el diálogo lúcido y consciente: lo que tratamos de hacer nosotros y con nuestros potenciales lectores. Así que la filosofía nunca queda fuera de lugar, porque lo filosófico no son las respuestas, solamente, sino el modo en que se ha accedido a ellas, la actitud filosófica; y esto puede ser recogido en preguntas, que no solamente son preguntas, sino modos nuevos de mirar lo que vivimos. ¡Y si hay que decir que el emperador está desnudo, pues lo decimos con todas sus letras y toda su entonación! Lo más importante como seres humanos es poner conciencia en todo aquello que vivimos, tanto en lo privado como en lo público.

Y esta lucidez, siempre renovada y atenta, es la que nos catapulta hasta la esperanza: cuando somos capaces de ver (un poco) más claro quiénes somos y cómo queremos vivir como sociedades humanas en este planeta único, entonces, esta “narrativa”, que no es una narrativa, sino una actitud que genera nuevas narrativas, entonces, la esperanza se va abriendo camino en la vida. Como ahonda María Zambrano, en el capítulo “Las raíces de la esperanza” de su libro Los bienaventurados, la esperanza sostiene a la vida y la confianza sostiene a la esperanza (como decíamos al comienzo de esta carta: confianza en los demás, en el fondo de sus cualidades, una confianza básica en la vida, que puede ejercitarse); por su parte, la esperanza se desarrolla a través de estos dos pasos, la aceptación y la ofrenda, que consisten en recibir y dar, respectivamente, como en el movimiento del corazón, como en el movimiento de la respiración. ¿Te gusta este relato, para un futuro mejor de la humanidad? Sigamos hablando, pues, nosotros de los medios necesarios para un tal aprendizaje de la esperanza. Y en ese caso, hasta la vuelta, querido amigo.


Antonio Sánchez

05 noviembre 2025

Sobre la democracia 7/8

 



En principio creo que cualquiera, por el mero hecho de ser ciudadano o ciudadana, tiene derecho a ejercer la política. Es evidente que en un principio casi nadie posee la preparación objetiva necesaria para participar en las instituciones. Esto es más o menos como formar parte de un jurado: está por encima de nuestras capacidades. Pero aquellos que se interesan honestamente por su responsabilidad acaban aprendiendo, y el poder de arrastre del grupo tiene mucho que ver en ello. No me preocupa, por tanto, la posibilidad de que lleguen a la política personas que no están capacitadas, porque es un proceso.

Sí me preocupa, en cambio, el hecho de que se haya establecido un sistema en el que el ejercicio de la política está totalmente condicionado al dictado de los partidos. Esto no es admisible por dos razones: primera porque la representación corresponde al cargo electo y este debe defender los intereses de sus electores sin cortapisas o influencias; segundo porque los partidos políticos deberían ser organizaciones con un funcionamiento irreprochablemente democrático, cosa que no ocurre en la mayoría de los casos.

En cuanto a la influencia que ejercen sobre dichos partidos todo tipo de poderes fácticos, creo que ya hemos apuntado bastantes cosas en las anteriores cartas.

Dicho esto, hay algo que me preocupa mucho más. No sé si has detectado que cuando alguien trata de ejercer como político de manera rotundamente honesta, la mayor parte de las instituciones y los compañeros van contra su labor de manera frontal, sin miramientos. Incluso, en el caso de no encontrar razones o evidencias que les desacrediten, inventan falsedades que hagan descarrilar su trayectoria. Y aquí es donde llega un elemento que me ha hecho pensar mucho últimamente: el relato.

Los humanos, desafortunadamente, tenemos una tendencia aguda a sentir ansiedad cuando no tenemos un mapa en las manos. Lo digo en sentido figurado, claro. Cuando digo mapa, digo explicación de las cosas y unas indicaciones claras de por dónde irá nuestro camino. Llevamos toda una historia —la de la humanidad— explicando la moral a través de narrativas, y en los últimos decenios esas narrativas han hablado del valor del éxito individual, de la necesidad del disfrute, de la disponibilidad ilimitada de recursos —dios proveerá— o de la identidad de los vencedores y de los vencidos. Es la narrativa del cine, de la televisión, etc.

No importa lo que diga la filosofía (lo siento, amigo). Lo que la gente piensa está perfectamente sincronizado con la narrativa imperante. Y eso hace que sea muy fácil desacreditar a cualquiera que defienda un cambio de paradigma: todo el mundo va a sospechar que esconde algo.

En realidad, no podemos comenzar por mejorar el sistema democrático; tenemos que empezar por imponer una narrativa que constituya el nuevo mapa para los ciudadanos. Y explicar en esa narrativa lo que somos, lo que deberíamos ser y cómo deberíamos llegar a ese objetivo. Con una narrativa sencilla que entienda cualquiera, con un final feliz, con un buen baño de esperanza. Por que la verdad puede ser muy valiosa y podemos defenderla a capa y espada, pero si nos dice que vamos hacia el fin del mundo, puede que nadie quiera subirse a ese carro.

Tal vez entonces entendamos el valor de muchas cosas que ya estaban ahí, escondidas, acalladas. Cosas que todo el mundo sabía, pero nadie se atrevía a decir: «¡El rey está desnudo!». (Gracias, Michael…). 

Para querer, hay que creer primero; no en un sentido de fe, sino de convicción. Una convicción sustentada en el análisis, en el compromiso y, sobre todo, en la esperanza. Reconozco que solo con el análisis y el compromiso también se puede avanzar, pero es muy duro avanzar sin esperanza.

Narradores, cuentistas, guionistas, divulgadores, es hora de que nos ayudéis a mejorar este mundo. Sin vosotras, sin vosotros, no va a ser posible, creedme.

José Luis Campos


25 octubre 2025

Sobre la democracia 6/8

Cristóbal Toral, Antes de llegar a la ciudad, 2014-15
Óleo sobre lienzo, 80x100 cm. 

 Me gusta tu método para acceder a lo que sea “la democracia”: la vía negativa. Ha sido muy empleada y es muy útil cuando abordamos algo que no es fácil de definir, positivamente. Decir: “esto es así y así y debe ser así”. Porque, para empezar, esta tarea no puede ser de uno solo, no puede ser nuestra tarea, tuya y mía. Es la tarea de “todos nosotros”, los seres humanos que van construyendo su humanidad a lo largo de la Historia; y nadie, nunca, bajo ninguna circunstancia, puede arrogarse el derecho de decir qué es lo que deber ser o cómo deberíamos vivir. Esto, como te digo, tenemos que ir descubriéndolo, juntos. ¡Cuántas sorpresas desagradables nos ha deparado la Historia cuando algunos han creído que ellos eran los depositarios del futuro humano y que los demás debían obedecer!

En esta respuesta a tu carta, me limitaré a comentar, brevemente, algunas de las propuestas (indirectas) que me has traído, procurando abrir nuevos cauces, dentro de mis posibilidades, desde esa perspectiva compartida, ese “todos nosotros” (sin ningún derecho a hacerlo, claro está; solamente, con la intención de sugerir un muestrario, donde poder escoger lo mejor entre todos, nosotros y nuestros lectores, si los hubiere).

Es claro que un sistema democrático debe dirigirse a favorecer lo propio de la naturaleza humana, que iremos descubriendo, como se ha dicho, entre todos nosotros, seres humanos presentes y futuros, progresivamente. Por lo tanto, nunca debemos creer que estamos ya, en un momento dado, en línea directa con “lo que somos”. De ahí lo acertado de la mención final de tu texto: un sistema democrático “no debe ser intocable”. No habría nada más contrario al espíritu democrático, pues, que el intentar plasmar en fórmulas legales concretas “la mejor” manera de convivir; esto nunca sería completo ni definitivo, sino que siempre sería algo que se busca juntos. De manera que, así comprendido, ¡fuera de la democracia “lo sagrado”, atrapada en una ciega y obstinada veneración! ¿Por qué no va a poder cambiarse una constitución, o bien artículos de la misma, llegado su momento? Las razones para su modificación sería lo crucial. No pueden ser, claro, razones espurias, oportunistas o interesadas, sino aquellas modificaciones que caigan por su propio peso, el de la evolución de la sociedad que guarda dichas normas fundamentales en sus instituciones.

Como apuntas, el revoltijo de capitalismo y democracia nos está jugando muchas malas pasadas. Efectivamente, el horizonte democrático y los objetivos mercantilistas casan muy mal. Y más aún, si, como sucede a menudo en nuestros días, el ritmo democrático lo marcan las corporaciones, que ya operan a nivel global, o los grandes intereses capitalistas (recordemos, la esencia primera del capitalismo: lograr a toda costa “el máximo beneficio al mínimo coste”, dejando de lado todo lo que no se oriente a la rentabilidad de tipo economicista, invadiendo los medios dinero y poder el mundo de la vida, como diría Jürgen Habermas). No solamente de “productos” o “mercancías” se alimenta la vida. Nadie puede ser más feliz por tener más pantallas, más coches, más casas o más grandes. Confundimos habitualmente el tener con el ser. Y de ahí nos viene esa búsqueda compulsiva e infinita de satisfacciones inmediatas.

Cualquier ciudadano o ciudadana (ya que no somos, solamente, clientes o usuarios), tiene el derecho y el deber, como decíamos citando a María Zambrano, de actuar como personas, capaces de pensar y actuar por sí mismas (Immanuel Kant), de participar en la vida política. Exigir responsabilidades a otros y atender a las propias. Esto requiere una madurez política, que se aprende gradualmente, no solamente en las escuelas o en las familias, sino con los ejemplos o modelos sociales de aquellos que dicen dedicarse a la política. Nos hace mucha falta una buena educación política. ¿Qué es, de verdad, la política? ¿Para qué ha de servir la política? ¿Quién debe gobernar?, como se planteaba Platón en su diálogo Politeia o de la justicia.

Todos somos ciudadanos y tenemos el derecho y el deber de participar en la vida política, como decíamos, pero, ¿cualquiera puede ser un candidato en unas elecciones o puede dedicarse a la política? Y, como apuntabas: ¿durante cuánto tiempo? Me temo que si no cambiamos, entre todos, las reglas de juego de la política actual, si no logramos revertir esos viejos usos y costumbres de la mala plasmación de la política, me temo que nuestra querida democracia esté dejando de ser, a pasos agigantados, el mejor (o el menos malo) de los sistemas políticos posibles. Y, por desgracia, esta situación está siendo aprovechada de una manera torticera e interesada por parte de algunos. Sería la manera en que podríamos caer en algo mucho peor (en las garras de lobos con la piel de cordero), como ya ha ocurrido históricamente. No me extiendo, por ahora. Seguimos hablando, querido amigo.


Antonio Sánchez


15 octubre 2025

Sobre la democracia 5/8

 


Apunta muy alto esta pretensión, amigo mío. 

En primer lugar, reconocer que la democracia es el mejor sistema de gobierno no implica que ese sistema haya llegado a su forma más depurada, ni mucho menos. Ya hemos comentado que la historia nos ha mostrado diferentes manifestaciones del sistema democrático, y algunos de ellos serían inasumibles en la actualidad.

Me vas a permitir que haga una foto en negativo de la democracia, puesto que me resulta más fácil definir lo que no es o no debe ser una democracia en nuestro tiempo.

Un sistema democrático no debe legislar contra la naturaleza profunda del ser humano. [Esto significa que todo el cuerpo legislativo debe respetar la condición natural de la vida en todas sus manifestaciones, por un lado; mientras, por otro, debe favorecer y garantizar todas las formas de cooperación posibles entre humanos, y entre humanos y otras especies.]

Solamente eso, a mi entender, tiene una serie de implicaciones ineludibles.

Un sistema democrático no debe consentir ni promover la desigualdad. [Esto es incompatible con los preceptos fundamentales del capitalismo. Un ejemplo de ello es la propiedad privada. Si reconocemos la igualdad de derechos desde un punto de vista «interespecies» solamente podemos reconocer el derecho de usufructo de los bienes; en ningún caso la propiedad privada.]

Un sistema democrático no debe reducir la participación del ciudadano al simple hecho de votar o incluso abstenerse de ello. [La calidad del sistema es directamente proporcional al nivel de compromiso individual y colectivo con la mejora del propio sistema, y de empatía hacia todas las formas de vida. Por tanto, la participación no es una opción, sino un imperativo.]

Un sistema democrático no debe entregar el poder a instituciones públicas ni mucho menos a cualquier otra organización privada. [El uso del poder ha de ser por delegación —limitada temporalmente— solamente a instituciones públicas y bajo férreo control de todos los ciudadanos. Aquí la dimensión es clave. No parece tener sentido que existan entidades que detenten un poder de ámbito planetario: gobiernos de países de más de cinco o diez millones de habitantes o empresas con un nivel de facturación mayor al PIB de muchos países. Todo debe ser de una dimensión razonable, más allá de la cual se constituyan en asociaciones o federaciones.]

Un sistema democrático no debe consentir el engaño o la falsedad. [Es una tarea muy difícil. Quizá la única forma de perseguir el engaño o la falsedad es perseguir a quienes se benefician de estas lacras. Si se pretende un cambio de ley o de normativa, la primera pregunta que debe plantearse y demostrarse es a quién beneficia. La democracia debe promover el beneficio común y solo el beneficio común.]

Un sistema democrático no debe ser cómplice de sistemas antidemocráticos, tanto en cuanto a países como a otras instituciones. [Ningún beneficio justifica esa complicidad. Sería un suicidio a largo plazo]

Y por último —de momento— un sistema democrático no debe ser intocable. [En la propia naturaleza de la democracia está la vocación de mejorar.]

Soy consciente de que esto no es más que una propuesta limitada, pero creo que ya sería un gran paso si se cumplieran estos preceptos. La foto en negativo necesita positivarse y eso te toca a ti, Antonio.

José Luis Campos




05 octubre 2025

Sobre la democracia 4/8

 

Cristóbal Toral, La espera. La espera.
Óleo sobre Lienzo. 57x70 cm. 2011-13.

Querido amigo, no temas dejarlo todo hecho añicos. La búsqueda del bien y la verdad –aunque esta búsqueda no esté de moda– muchas veces requiere poner todo un poco patas arriba, derribar las creencias asentadas por el uso inconsciente, para construir sobre unas bases más sólidas. La aparición de algo nuevo está precedida del apagarse de algo anterior. Y eso es evolución. Algo muere y algo renace de sus cenizas, como el Ave Fénix. Ningún resto de las cenizas se desperdicia, solamente se constituye en un nuevo ser. ¿Seremos nosotros capaces de propiciar este advenir, dentro de nuestras posibilidades? Si está dentro de nuestras posibilidades, claro que sí. Necesitamos nuevas formas de la vida social en la encrucijada de este tiempo.

Si leo con atención tu carta, nos salvará una nada que dé sentido a todo lo demás; y no la negación o destrucción o dominación de todo lo demás, sino la indeterminación (ápeiron, lo llamaba Anaximandro) que abre nuevas posibilidades de vivir y convivir. Para ello hay que aprender a mirar desde una conciencia abierta, atenta, receptiva, estar disponibles para ser capaces de abrazar las nuevas posibilidades. Es lo que necesitamos en estos tiempos de penuria, de indigencia vital, que diría Edmund Husserl.

Pensando en las personas que puedan leernos (estas cartas entre amigos, de más de dos amigos), convendría aclarar un poco eso que yo te decía de “nuestra naturaleza profunda” cuya tendencia natural comprendes, acertadamente, como un desarrollo simbiótico. La vida vive y sobrevive ligándose entre sí los seres que la expresan o la encarnan. Entonces, ¿cuál sería esa naturaleza profunda? Puede parecer algo inasible, y así es... No podemos reducirla a conceptos fijos; es inexpresable del todo, porque siempre está expresándose de maneras nuevas. Y sólo podemos descubrirla al ir realizándola. Pero lo que sea, eso de lo que estamos hechos (esa physis en nosotros, que decían los antiguos griegos) lo notamos en todo aquello que podemos llegar a compartir. Estamos hechos esencialmente de lo mismo, y por eso, a pesar de todos los pesares, podemos entendernos, comprendernos, sentirnos. Y actuar juntos. ¿Qué hubiera sido de la humanidad sin las cosas que hemos llegado a hacer, y a ser, juntos? Seguro que han predominado sobre aquellas ocasiones en las que tanto hemos destruido o nos hemos autodestruido, de lo contrario no habríamos llegado hasta aquí. Y ya tienes la simbiogénesis, de la que hablabas en tu anterior misiva, explicada de otra manera.

Lo que necesitamos hoy día, imperiosamente, es darnos cuenta de esto: que, o nos salvamos juntos, o bien, aquí no se salva nadie (tampoco los que se creen que son ricos o poderosos). Por eso, ya los antiguos griegos, descubridores por antonomasia, deducían la democracia de la naturaleza humana, como un desarrollo natural en el caso de los seres humanos, seres sociales por naturaleza, que están dotados de la palabra pensada (logos) y del sentido moral y la justicia (dike), nos decía Aristóteles. Como ves, la antigua democracia, sobre todo la ateniense, por supuesto con sus limitaciones y carencias, entendía que no podía haber un sistema político justo y viable si perdía de vista nuestra propia naturaleza como seres humanos. Si no se construía sobre la base de nuestra naturaleza, que tú también llamas “carácter humano”, cuando citas a Stuart Mill. Quizás sea éste el cambio que necesitamos. No una democracia solamente formal, en las leyes y en los papeles, sino una democracia real que satisfaga las principales y más profundas necesidades o aspiraciones humanas. Las de “todos nosotros”, que se anclan en lo que nos une y no tanto en lo que nos diferencia o separa.

Recogiendo las palabras, muy conocidas, de la pensadora veleña María Zambrano (Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona”), te propongo (ya te avisé) que dialoguemos acerca de cómo podría ser una tal democracia, en la que no solamente esté permitido, sino exigido, el ser persona. Vamos a reconstruir juntos un poco, amigo José Luis, a partir de esos añicos esparcidos de la historia y la vida comunitaria. Salud.


Antonio Sánchez

25 septiembre 2025

Sobre la democracia 3/8


Amigo Antonio, hace unos días he leído algo que me ha ayudado a dar luz a estas reflexiones. Es curioso cómo encajan algunas cosas cuando la búsqueda se pone en marcha. Rescato la idea de tu última carta de que, «cuando necesitamos dominar a otros, traicionamos nuestra propia naturaleza profunda, ejerciendo violencia sobre ella y, acto seguido, sobre los demás en forma de resentimiento».

Pero ¿cuál es nuestra naturaleza profunda? Desde hace siglos consideramos que la historia natural, la evolución, se ha regido por un proceso de selección natural —darwinismo— que parecía dar una justificación biológica a una sociedad basada en la competencia. No todos los pensadores han estado de acuerdo, desde luego. Vale la pena resaltarexcepciones como las de Kropotkin y su idea del «apoyo mutuo» como motor de evolución social. Pero la idea dominante, sin duda, ha sido la competencia como base para una selección social.

Pues bien, resulta que leo una cita de Lynn Margulis, y dice que «todos los organismos visibles son producto de la simbiosis sin excepción, y que las bacterias son la unidad». Resulta que no todo era competir, que la simbiosis es el principal motor de la evolución. 

Venimos de la simbiogénesis. Esta es nuestra naturaleza profunda.

Ahora vuelvo a tus palabras. Me dices que «poder es potencia, y esta es, como descubrieron Spinoza y Nietzsche, voluntad de ser, una inquietud profunda que nos lleva a desarrollar nuestras potencialidades (cualidades o capacidades) todo lo que podamos. Cada uno de los seres persevera en su ser, y ese esfuerzo no es sino su esencia propia, Spinoza dixit».

Según veo, la esencia propia de cada ser es buscar la manera de «simbiotizarnos», de encontrar otros organismos con los que crear una nueva unidad de ser. Socialmente creo que esto refrenda la postura de Kropotkin más que la del darwinismo, ¿no te parece? Solo ese proceso puede realmente desarrollar nuestras potencialidades.

En estos tiempos, si queremos ser fieles a esa naturaleza profunda, si queremos superar el poder de la violencia que está desatando una sociedad de espaldas a esa naturaleza profunda, no veo otra solución que no sea la simbiosis. Buscar células de resistencia de las que formar parte, en las que se puedan desarrollar nuestras potencialidades, en las que podamos perseverar en nuestro ser.

Y esto me lleva a otra cita de mis lecturas de estos días. Decía Stuart Mill que una auténtica democracia exige un cambio radical en el carácter humano. Es indudable que la democracia actual nada tiene que ver con la que nació en Grecia. Entonces la democracia no coexistía con el Capitalismo y en ella no tenían cabida las mujeres. Eso demuestra que no hay una sola democracia. La nuestra, la actual, necesita de ese cambio radical en el carácter humano, necesita dejar de dar la espalda a nuestra naturaleza profunda que, por cierto, quiero dejar muy claro que no es la de someterse sino la de simbiotizarse. Y necesita, por extensión, dejar de dar la espalda a la vida en general, para que toda forma de vida pueda desarrollar su voluntad de ser, su potencial.

Tengo la sensación de que la gran mentira a la que hemos llegado es creer que somos algo diferente, que gobernamos sobre todo lo demás. Esa es la herencia de nuestro poder: la garantía de que somos capaces de conquistar la nada, de destruir la naturaleza profunda de lo que somos y de los que nos rodea.

Perdona, Antonio. Quizá te toque a ti buscar ahora caminos por los que poder transitar hacia la construcción de una nueva realidad. Yo lo he dejado todo hecho añicos.

José Luis Campos



15 septiembre 2025

Sobre la democracia 2/8


Cristóbal Toral, D ́ Après La Familia de Carlos IV,
1974-75. Óleo sobre lienzo.  212x240 cm.

Querido amigo, José Luis:

Me alegro mucho de poder continuar con estas, nuestras, conversaciones. A dos bandas, pero creo que tenemos detrás, a nuestras espaldas, entera a la humanidad. Y no me refiero a que nosotros la representemos, cosa imposible, pues solamente somos dos farolillos en la noche. Más bien habría que decir que es la humanidad (algo de ella) lo que puede llegar a expresarse a través de nosotros. Me hablas del poder, pero no sé si seré capaz de centrarme completamente en el tema, del que me pides mi perspectiva para conjugarla con la tuya... Me va a resultar difícil separarme de los últimos y tristes avatares de la política de nuestro país, a la que yo llamaría más que política, politiqueo. Trataré de centrarme, pero no te aseguro que no permanezca dicho trasfondo, que venimos sufriendo como ciudadanos, al menos en las últimas décadas, de una ilusoria alternancia política. Ya te advierto, desde ahora, que lo que diga en esta dirección, estableciendo un juicio crítico sobre la democracia que vivimos o sufrimos, lo haré (y te pediría que así lo hiciéramos) según he apuntado antes, como ciudadano, poniéndome (poniéndonos) en el lugar de la ciudadanía. Una ciudadanía crítica y madura. Mayor de edad, como diría Immanuel Kant. Precisamente, lo que “todos nosotros” sabemos por experiencia pero solemos hablar únicamente en pequeños grupos.

Nos propones que hablemos (por ahora) del poder. Pues venga, vamos a ello. Lo primero, ¿qué es el poder? Tú lo dices bien... poder es potencia, y ésta es, como descubrieron Spinoza y Nietzsche, voluntad de ser, una inquietud profunda que nos lleva a desarrollar nuestras potencialidades (cualidades o capacidades) todo lo que podamos. Cada uno de los seres persevera en su ser, y ese esfuerzo no es sino su esencia propia, decía Spinoza. Y esto, sin más, es lo natural. Ahora bien, el poder del que hablamos, y que nos preocupa creo yo, es el poder que necesita para desarrollarse del dominio sobre (o la posesión de) los otros. Lo que no deja de ser una debilidad (para la cual el propio sujeto suele estar ciego) de quien ejerce el poder así entendido y lo lleva a la práctica en la forma de agresividad u hostilidad, más o menos velada.

Como bien dices, despojar al otro de su capacidad para desarrollar su potencial (su ser) es una calamidad (social e individual, cultural...). Existe una gran diferencia entre las comunidades que hacen posible (crean las condiciones mínimas para) que cada miembro se esfuerce en dar lo mejor de sí, aportar al grupo lo mejor de sus capacidades, frente a aquellos conglomerados sociales que las coartan, reprimen o las redirigen hacia el poder de unos pocos o de uno solo. En mi vida profesional he pasado por muchos centros educativos y puedo asegurarte, por experiencia, que eso es así; y puede apreciarse en las diferencias abismales que puede haber entre unos y otros centros educativos (o des-educativos según los casos).

Así pues, ¿qué comunidad humana puede ser mejor para vivir, para convivir? Pues se deduce de lo dicho: aquella que sea capaz de sacar lo mejor de sus miembros (y no lo peor), de manera que todos puedan contribuir, cada uno según sus capacidades y cada uno desde sus propias necesidades, al bien común. Y no otra es la definición de justicia o vida social justa. Éstas podrían ser las mimbres de una comunidad duradera y no los golpes sutiles para su autodestrucción a medio o largo plazo, o bien, para convertir el espacio social en un generador continuo de malestar o de violencia. Porque hay una violencia de base, que atenta contra nuestra naturaleza como seres vivos: cuando yo no puedo desarrollar lo que soy, porque se me impide y lo reprimo, esto es violencia; cuando necesito dominar a otros para sentirme más yo mismo, esto es violencia. En este caso, traiciono mi propia naturaleza profunda, ejerzo violencia sobre ella, y acto seguido, sobre los demás en forma de resentimiento (de nuevo, Nietzsche). Pero, querido amigo, en este mundo que vivimos, ¿cuántos dirigentes políticos (o de otros sectores) no actúan así? Esto me preocupa, realmente. Espero con ansias tu respuesta.

Ahora bien, también te digo, sobre la pregunta que me lanzas al final de tu carta, que buena parte de lo que nos sucede en la actualidad, desde el punto de vista político, viene derivado del olvido de nuestro propio poder como comunidades humanas frente a un poder establecido que solamente se mira a sí mismo (alcanzarlo como sea y perpetuarse en él como sea), un modo narcisista de ejercer el poder; un poder, por lo tanto, de raíz enfermo. Disculpa la crudeza. Pero nos va mucho en ello. Salud.


Antonio Sánchez