Mi querido amigo,
pues sí que empiezas fuerte, con esta nueva serie de cartas. ¡Quieres que hablemos de la educación y comienzas derribándola! O no... Añado otro testimonio, muy expresivo, de Gabo, quien recogía en sus memorias noveladas algo así como que a muy temprana edad tuvo que interrumpir su educación para ir a la escuela. Y este tipo de testimonios, como el que tú me has referido de tu “holandés errante”, incluye una verdad muy verdadera que tú has explicado muy bien. A esta altura de los siglos, no estamos muy seguros de que la educación reglada y, como dices, tan profesionalizada y tan institucionalizada y demás excesos, sea lo mejor que le puede pasar a un tierno infante.
La idea ilustrada, a saber, lograr mejores ciudadanos a través de la educación, ha llegado a convertirse en la panacea que todo lo resolverá. Tanto es así que si detectamos un problema en la sociedad o algunas tendencias dignas de ser corregidas, allá que vamos y proclamamos que hay que acudir a (o invertir en) la educación. Como docente, me he hartado de recibir estas proclamas sociales y políticas, cargando siempre la responsabilidad sobre la escuela, para que en el fondo todo siga igual. Pero la pregunta clave sería: ¿de qué educación estamos hablando? A la que añadiríamos: ¿para qué educamos?
Es frecuente distinguir, dentro del gremio de los docentes (en el fondo como argumento autodenfensivo) entre enseñanza, que es lo que hace o puede hacer la escuela, y educación, que es lo que debe hacer la familia. Sin embargo, tu planteamiento hace saltar por los aires dicha distinción: ¿pueden (o deben) separarse educación y enseñanza? Lo cierto es que, en la práctica (explicita o implícitamente), cualquier tipo de educación también enseña, bueno o malo; y toda enseñanza también educa, bien o mal. Y de esto habría que ser muy conscientes. Curiosamente, en los prolegómenos de las leyes educativas se suele hablar de manera bastante ambiciosa de educación, integral e integradora; mientras que el desarrollo de los currículos más bien parece contener enseñanzas especiales y especializadas, más y más contenidos o conocimientos y no habilidades prácticas (sociales y personales) o actitudes (para aprender a vivir y convivir bien).
Y cabe esta otra pregunta relevante, que es la que tú te planteabas: ¿quién, de veras, educa enseñando o enseña educando? ¿La comunidad, la tribu, como recoge aquel dicho africano, que puso de moda José Antonio Marina: “para educar a un niño o una niña hace falta la tribu entera”, o bien, la escuela? Tu carta apunta directamente a la conveniencia, en estos tiempos de máxima confusión, de una educación comunitaria. Y aún estando de acuerdo respecto a los beneficios de ésta, que tú apuntas, para las generaciones futuras, quizás la única verdadera y real educación, la comunitaria, ¿qué sucedería si ya la comunidad no es una buena guía, si las comunidades se hallan maltrechas, descompuestas, sin tener nada claro hacia dónde se dirigen, cuando no ha desparecido ya casi todo el vínculo humano, capaz de conformar una auténtica vida comunitaria, y no habitamos lugares compartidos, humanizadores, sino más bien esos no-lugares, como un centro comercial, un aeropuerto o una red social de Internet, según indica el antropólogo francés Marc Augé?
Discúlpame la larga pregunta anterior, pero no sólo hay muchas preguntas que necesitamos hacernos en torno a la educación en nuestros días, sino que las preguntas se nos figuran tan arduas como las respuestas. Tal es nuestra perplejidad y la sospecha de que nos estamos mal-educando unos a otros... Sea como fuere, somos muy conscientes de la importancia del tema, así que espero con ilusión tu próxima carta, para ir buscando juntos algunas alternativas a nuestro alcance. Necesitamos utopías realizables. ¡Vamos a arriesgarlo todo!
Antonio Sánchez

Soy incapaz de expresar ecribiendo , leyendo esta carta me doy por contenta que digan lo quw yo siento ..Gracias
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