Querido amigo, en este preludio de las calores que han de venir todavía es posible degustar con gran placer la sal y los condimentos de los pensamientos que desgranas. Y debo decir que me gusta el punto al que hemos llegado, porque hay algo que hace años tengo muy presente. Me explico.
Sabes, porque lo hemos comentado, que uno de los pensadores que más ha contribuido a mi confortabilidad intelectual ha sido Salvador Pániker. Déjame que traiga aquí una cita suya y luego te comento.
«Más allá del ego está lo que los hindúes llaman el Testigo, es decir, el margen de libertad que contempla “desde fuera” la película de la propia vida. […] Este Testigo es el que ve el ego, pero sin identificarse con él. […] El Testigo se encuentra ya presente en cualquier estado de conciencia; solo se trata de reconocerlo. Y en eso, solo en eso, consiste la meditación.»
De la misma manera en que yo haya podido ir reconociendo la naturaleza de ese dualismo y la propia presencia del Testigo, de mi propio Testigo, también he comprendido que las atrocidades de las que son capaces tantos seres humanos solo pueden ser posibles silenciando, anulando la presencia de su Testigo.
Puede parecer contradictorio, pero cuanto más miras hacia adentro, mayor es la conciencia de conexión con lo que te rodea. Y al revés, claro, cuanto menos miras hacia adentro, mayor es la desconexión. Ese “mirar” hacia dentro que algunos reconocen en la meditación, únicamente es honesto cuando observan desde una distancia razonable cómo ese fenómeno extraordinario que es la vida se manifiesta en nuestro yo, cómo se enreda entre las luces y las sombras de una historia, una personalidad, una proyección de futuro. Cómo se manifiesta en la interacción de un instante preciso; cuando respiramos, cuando acariciamos, cuando observamos lo que está fuera de ese yo.
Pero ¿qué pasa cuando se ahoga la presencia del Testigo? Pues sucede que nos desconectamos de la vida y que sentimos intensamente la ausencia, la desorientación. De este modo entra en nuestras conciencias la presencia de la “autoridad”, que no deja de ser un sustituto externo de nuestro Testigo. La autoridad dicta el camino, elimina incertidumbre y se cobra sus servicios arrendando a precio de saldo la esencia de nuestras vidas. Lo que queda tras esa explotación son migajas. Tanto vale si hablamos de autoridad política, religiosa o la que fuere.
Para llegar a ser el que se es hay que despojarse de esa relación parasitaria, y eso da mucho miedo. Quizá la única manera de conseguirlo es evitando que la relación entre el ego y el Testigo se rompa, y eso significa proteger desde la infancia los instintos naturales. Evidentemente las autoridades no están interesadas en que esto suceda, por eso están obsesionadas en controlar la educación.
Pero el Testigo no muere. Languidece, se esconde detrás de las sombras de una vida desdibujada, pero sigue ahí. Quizá sería el momento de conseguir elaborar un método para doblegar a los militantes de la barbarie y la mentira destapando la mirada de cada uno de sus Testigos. Para abrir, en medio de las ruinas de una ciudad muda, la luz de una nueva conciencia desnuda, valiente, honesta, reparadora.
José Luis Campos